martes, 31 de mayo de 2011

Montes del Hoggar, Argelia

Iñaki Miró  

Montes del Hoggar, Argelia

Las fotografías utilizadas para la realización de este reportaje son propiedad del autor, excepto tres de ellas que han sido descargadas de Internet, libres de copyright. También quiero decir que las imágenes originales están escaneadas de diapositivas con más de 30 años de antigüedad, por lo que su calidad es deficiente.


En noviembre de 1982, junto con dos amigos que no eran escaladores ni montañeros, sino marinos, pero les gustaba el tema de los viajes aventura, decidimos ir a escalar al macizo del Hoggar, cordillera del Assekrem, en el país de los Touareg, situado en el sur de Argelia, cerca de la frontera con Níger y en pleno centro del desierto del Sahara.


Las montañas del Hoggar constituyen un macizo de origen volcánico que se nos presenta en forma de agujas rocosas de un material similar al basalto. Son agujas, pináculos o domos, separadas unas de otras, algunas bastante aisladas en el interior de una inmensa planicie rocosa, y no demasiado grandes. La mayoría oscilan entre los cien y los trescientos metros de altitud sobre la llanura desértica. En el centro de la imagen, el grupo de los Tezoulag.


Apenas teníamos medios económicos, pero eran unas montañas sobre las que había leído algunas cosas y que siempre me habían atraído mucho, así que lié a estos dos amigos y decidimos ir. Teníamos una pequeña furgoneta Renault que a todas luces no era el vehículo más indicado para este viaje, pero con la inconsciencia que da la juventud la llenamos de trastos y allí que nos fuimos.


Desde Algeciras cruzamos a Melilla, después a Marruecos y por fin Argelia. En este país, nada más cruzar el Atlas marítimo ya empieza el desierto de arena. Hay dos rutas que cruzan este enorme país de norte a sur, una que va desde Orán, en la costa del Mediterráneo, hasta Tombuctú, en Mali, y otra, más al este que sale de la capital, Argel, y va hasta Níger pasando por Tamanrasset, nuestro destino, en el corazón del desierto del Sahara y puerta de las montañas del Hoggar.


En un pequeño pueblo-oasis del que ahora no recuerdo el nombre nos encontramos con una fiesta de los caballos, en los que grupos de antiguos combatientes bereberes simulan las cargas que hacían contra los legionarios franceses en la lucha por su independencia.


Os pido disculpas por las imágenes, que no son de muy buena calidad, pero tenéis que tener en cuenta que son diapositivas muy viejas, tienen 29 años, y las he escaneado como he podido. Los habitantes de esta región son bereberes.


Continuamos hacia el sur, bordeando el Gran Erg Occidental, un inmenso mar de arena con un tamaño similar al de Castilla la Vieja. Al borde del erg encontrábamos verdes oasis donde se ubicaban pequeñas aldeas con casas de adobe.


Éste es el oasis de Taghit. Aquí estuvimos un par de días descansando, en los que hacíamos incursiones caminando por el mar de dunas. Por cierto, los dátiles estaban en su punto exacto de madurez y nos poníamos morados todos los días, sólo había que sacudir un poco las palmeras.


A veces observas en qué lugares nacen y viven muchísimos seres humanos, lugares donde prácticamente carecen de todo y sobrevivir es una lucha constante e intensa, y te preguntas qué mérito tenemos nosotros, que hemos tenido la suerte de vivir en un país en el que sobra de todo y aún así nos quejamos por sistema.


Los niños, ávidos de curiosidad, nos visitaban en cuanto tenían una oportunidad. Una cosa que se observa en el desierto es que la mayoría de la población es negra, a pesar de que, en teoría, todas las razas originarias de esa parte del mundo son blancas. Pero las tribus bereberes y touaregs tenían infinidad de esclavos negros, y cuando fue abolida la esclavitud- en esta parte del mundo hace menos de cien años- pasaron a convertirse en hombres y mujeres libres, pero continuaron viviendo en el desierto.


Los oasis al borde del mar de dunas tienen una magia especial. Toda la vida, tanto animal como vegetal o humana, se concentra ahí. Los sonidos son intensos, cigarras, bandadas de palomas zuritas revoloteando de palmera en palmera, los ladridos de un perro, los gritos de un niño. Basta pasar al otro lado de la duna para que todo asomo de vida desaparezca.


Una inmensa extensión de arena como jamás podría imaginarse... Tened en cuenta que, cada duna de las que se ven en la imagen, tiene la altura de un edificio de varios pisos. Estábamos al borde de este inmenso mar de arena, pero la siguiente carretera, o pista más bien, estaba situada 400 km más al este. Y por el medio nada, sólo arena y más arena.


Pero claro, para esta gente que vive aquí el desierto de arena está surcado de rutas como el mar para los marinos. De día se guían por el sol y de noche por las estrellas. Todavía continúan viajando en caravanas de dromedarios comerciando entre una ciudad y otra, entre un país y otro, exactamente igual que lo hacían sus antepasados hace cientos de años.


Dejamos atrás el erg y continuamos hacia el sur. Aunque las distancias son muy largas, cada día encontrábamos algún pequeño oasis con su consabida aldea donde éramos bien recibidos por los lugareños y pasábamos la noche. Los lugares donde repostar combustible a veces estaban a 400 o 500 km de distancia, por lo que llevábamos unos cuantos bidones de reserva.


Las noches en los oasis eran agradables. Siempre aparecía alguien, normalmente chicos jóvenes, deseosos de conocer otros lugares, otras costumbres. Su sed de conocimientos era increíble, podías pasarte la noche entera conversando con ellos y nunca tenían suficiente.


El mundo femenino, en cambio, es totalmente misterioso e inalcanzable. Son costumbres que siempre nos costará entender. Pasaban por los callejones de las aldeas como sombras.


Por fin he aprendido a hacerme un turbante bien hecho. Es una prenda extraña, pero útil. Evita la eliminación de humedad a través de la cabeza y a la vez protege el rostro en las habituales tormentas de arena.


Se me había olvidado presentar a mis amigos. Son Andrés Benito del Valle y José Deprit, los dos de Algorta. Ahí está José preparando la comida.


Un hombre nos dejó un fénec, un zorrito del desierto, y estuvimos jugando un rato con él, pero mordía.


En estos lugares las mujeres realizan la mayoría de los trabajos más duros. Esta pobre caminaba cargada como una mula.


Pasamos otra cordillera de montañas a través de un desfiladero que parecía de película, desfiladero de Arak. Seguro que en este lugar los bereberes prepararían buenas emboscadas a los legionarios franceses en su lucha por la independencia de Argelia.


Dejamos el coche allí abajo y subimos a lo más alto para ver el panorama. Era impresionante: montañas y más montañas de roca desnuda, el paisaje más árido que jamás había visto. Y sabíamos que, a partir de aquí, en nuestro camino hacia el sur, el desierto iba a cambiar sustancialmente.


Efectivamente, cambió. Si al norte del desfiladero, viendo el mar de dunas, nos pensábamos que estábamos en el desierto, estábamos equivocados. Esto era el desierto. Una inmensa planicie completamente horizontal en la que veíamos salir por las mañanas el sol por el este, como una bola de fuego, recorrer un arco perfecto en un cielo sin una sola nube, y ponerse por el oeste al atardecer, en el mismo horizonte infinito. La perfecta imagen de la desolación más completa. Si al norte veíamos algunos oasis, aquí la vida parecía no existir.


Recorrimos así más de 500 km, hasta llegar a un pequeño oasis. Otra cosa que no he contado es que el coche se atascaba continuamente en la arena. Para sacarlo desinflábamos las ruedas, metíamos debajo un par de tablas que llevábamos, y con una pala a palear arena y a empujar. Costaba esfuerzo, pero lo sacábamos. Todos los días se repetía esta misma imagen por lo menos un par de veces.


A veces volvíamos a encontrarnos con ríos de dunas que no sabías de dónde habían aparecido, pero que por lo menos rompían la monotonía del viaje.


Y un día, junto a los restos de unos troncos fosilizados, convertidos en piedra por la ausencia total de humedad y el paso de los siglos, nos encontramos con un grupo de tres franceses que viajaban mejor pertrechados que nosotros y en sentido contrario. Nos hicimos un té con ellos e intercambiamos noticias.


Varias veces nos encontramos con pequeños grupos de dromedarios que parecían salvajes, o asilvestrados, porque los domésticos suelen vagar por el desierto con las patas delanteras trabadas con una cuerda, para que no puedan correr. Estos no parecían demasiado amables. Algunas noches oíamos, a lo lejos, los aullidos de hienas o de chacales.


Abandonamos la pista que lleva a Mali y atravesamos otros 300 km de desierto en dirección este, hasta encontrar, en In Shalá, la carretera que atraviesa el desierto de norte a sur, hacia Níger, y que pasa por Tamanrasset, nuestro destino. La carretera la había construido el ejército hacía muchos años y estaba algo deteriorada. Tenía algunos baches como éste. Lo que se ve a la izquierda es como un lago de brea, fundida por el sol.


Ya se empezaban a ver las primeras estribaciones del Hoggar, las montañas a las que nos dirigíamos. Alguna vez nos cruzamos con caravanas de nómadas. Suponemos que se dirigen, como nosotros, a Tam, pero con menos prisa.


Este chico se separó de una caravana y se acercó hasta nosotros para pedirnos agua.


En un par de ocasiones tuvimos suerte y en la lejanía pudimos observar varios grupos de gacelas dorca, como éstas. En su día esta especie de gacelas, y otros animales, como leones y guepardos, poblaban el desierto; en la actualidad las primeras son escasas y los segundos están prácticamente extintos.


Pero por fin llegamos a Tamanrasset y lo primero que hicimos fue visitar el pozo; necesitamos llenar de agua los bidones. Tam es una población importante, aunque para el nivel europeo no pasaría de ser un simple villorrio. Imaginad una extensión de tierra tan grande como la Península Ibérica completamente vacía, sin un alma, y en el centro, donde se situaría Madrid, una aldea con casitas bajas de adobe y una única callejuela, además de un pequeño destacamento militar. Eso es Tam. El centro neurálgico de una inmensa extensión vacía, cruce de caminos de caravanas con la carretera transahariana.


Pero tiene tiendas, aunque apenas tengan género que vender, lo que convierte a esta ciudad en un centro comercial de primer orden para las tribus touaregs que viven aisladas en el desierto.


Muy cerca de Tamanrasset se encuentra el Adriane, la primera montaña que queríamos escalar. La pared no es muy grande, tendrá algo menos de 200 m de altura y la cumbre se eleva hasta los 1.709 m de altitud. Escalamos una línea de diedros que se aprecia en la foto, situada más o menos en la vertical de la cumbre.


Estos dibujos que acabo de incorporar al blog los hice allí mismo, in situ. La vía tiene siete largos, una longitud aproximada de 190 m y una dificultad máxima de V inferior. El recorrido es fácil de encontrar, muy evidente, pues va buscando la línea más lógica y sencilla. Hay algunos pitones emplazados, pero nosotros lo aseguramos sin problemas utilizando fisureros. En aquella época sólo existían los Simond y los Excéntric, llevábamos los dos juegos completos.


Las siguientes cumbres que habíamos elegido estaban ya más separadas de la ciudad. Una pista pedregosa se adentraba en el corazón basáltico del Hoggar, haciendo un recorrido circular entre las diferentes agujas o "domos".


Éste es el Iharen, una de las cumbres más emblemáticas y visibles de todo el macizo. Su cumbre se eleva hasta los 1.732 m de altura. En la foto se aprecian con facilidad las columnas verticales del basalto, de corte hexagonal. Las montañas del Hoggar se produjeron durante una antigua erupción volcánica múltiple, pero una erupción de magma denso que se solidificó sin llegar a formar escorrentías de lava. Con el tiempo, la erosión ha ido comiéndose el terreno circundante y ha quedado solamente el relleno basáltico de las antiguas chimeneas de erupción, de material más duro.
Esta montaña la escalamos justo por la línea divisoria entre la zona de pared iluminada por el sol y la zona sombreada.


Éste es el croquis de la vía. He marcado también el descenso; los rápeles están equipados con clavijas. Son solo tres largos de escalada, con una dificultad máxima de V grado, y después una buena trepada hasta la cumbre, sin mayores dificultades. Las reuniones están equipadas con clavijas.


Andrés asegurando en la base de la vía. Para ser la primera vez que lo hacía no se le daba nada mal. José se había quedado en el campamento que teníamos montado bajo una acacia, en la llanura.


Las columnas basálticas que forman la montaña dejan chimeneas entre medio por las que no es muy difícil progresar. Además, con fisureros excéntricos se aseguraba bastante bien. Si no recuerdo mal en ninguna de las vías que hicimos tuve que meter clavijas.


En realidad, salvamos la pared con tres largos de cuerda por la misma chimenea entre dos columnas basálticas. La zona vertical tendría unos 105 m de altura. De ahí hasta la cumbre nos quedaba sólo una trepada bastante fácil.


Esa noche, como casi todas, tuvimos una extraordinaria puesta de sol. Dormimos bajo esta acacia.


También hicimos excursiones caminando a varias cumbres a las que era fácil acceder, y desde las que teníamos una visión de conjunto sobre el macizo y la llanura que lo rodeaba.


Como estuvimos varios días por ahí a veces recibíamos la visita de algún touareg que iba o venía de Tam, suponemos que a comerciar. Siempre iban armados; todos los que vimos llevaban fusil y una larga espada curva colgada del hombro. Además son muy grandes, a nosotros nos sacaban con facilidad una cabeza. Como para discutir con ellos.



Y nos adentramos con nuestra pequeña furgoneta en el centro de aquel macizo montañoso.


Nuestra siguiente ascensión iba a ser el Adouda, que en lengua touareg significa dedo. Las distancias entre una montaña y otra no eran largas, pero como la pista era infame- en realidad casi sólo apta para vehículos militares- y no queríamos destrozar nuestra furgona Renault, pues circulábamos despacio. Casi todos los días sufríamos uno o dos pinchazos, menos mal que llevábamos parches, cola e inflador, que si no...


El Adouda, esta aguja basáltica, fue la vía de más dificultad de todas las que hicimos. La vía transcurre por la vertical de la horcada que se ve en la cumbre. Es un enorme diedro de unos 150 m de longitud, que se asegura bastante bien con fisureros. No hicimos fotos.


Este es el muchacho vestido de rojo, con un perro, que se ve hablando con nosotros en la foto anterior. Venía a vendernos, para comer, el extraño lagarto que lleva en la mano. No íbamos a comerlo, pero sí se lo compramos y lo pusimos de nuevo en libertad.


Este era el lagarto, un animal extraño, pero a su manera bonito, o por lo menos curioso.


Después de escalar el Adouda continuamos adentrándonos más en el macizo. Las agujas basálticas de formas extrañas se suceden. Subir a todas requeriría demasiado tiempo, más del que tenemos, así que no nos queda más remedio que elegir. En la cumbre de una de estas montañas a las que subimos andando nos topamos de pronto y a poca distancia con un hermoso muflón del desierto, que enseguida salió corriendo montaña abajo.


No he encontrado ninguna foto digna de un muflón del hoggar, así que os pongo un dibujo, que es bastante representativo.


De vez en cuando volvemos a ver pequeños grupos familiares en continuo movimiento. Nunca sabes, ni te puedes imaginar, de dónde vienen o a dónde van, en un lugar donde no hay absolutamente nada de agua y la única vegetación que puede crecer son algunos raquíticos y secos arbustillos.


Nos encontramos con este muchacho que estaba pastoreando media docena de cabras escuálidas. No nos podíamos imaginar qué es lo que podían comer por allí, que no fueran piedras.


Era un touareg, y su familia estaba acampada por ahí cerca. Me acerqué a la jaima y me tomé un té que me ofreció el que supuse sería el padre del pastorcillo. Los touaregs son una raza muy poco conocida. Orgullosos, indómitos, muy belicosos, abrazaron la religión musulmana pero mantienen costumbres que les hacen bien diferentes. Aquí los hombres van muy tapados, y sin embargo las mujeres llevan el rostro, los brazos e incluso las piernas  al aire. Lo que ellos consideran su país ocupa todo el centro del desierto del Sáhara, y "gracias" a la descolonización francesa posterior a la segunda guerra mundial, hecha con tiralíneas, está repartido entre los estados de Argelia, Libia, Niger, Mauritania y Mali. En los últimos años Amnistía Internacional ha denunciado matanzas y genocidios de touaregs, con la excusa de sofocar pequeñas rebeliones independentistas, sobre todo por los ejércitos de Argelia y Níger.


Esta es la cara oeste del Tehoulag Sur, la pared más alta del Hoggar. Algo más de 300 m de verticales columnas basálticas que se elevan hasta los 2.700 m de altitud. Hicimos una vía que más o menos transcurre por el centro de la pared hasta la cumbre principal. Fue una escalada bonita, no excesivamente difícil, ningún paso por encima del 6a, que se aseguraba bastante bien con fisureros (en aquella época no había otra cosa), aunque, como os podréis imaginar, metía muy pocos seguros en cada largo.


Encontramos muy pocos pitones emplazados en la pared. La vía se asegura muy bien con fisureros, empezando por el nº 4 de simond. A partir del bloque característico la vía transcurre por una única fisura, excepto al principio, que vi un paso poco claro y entré por la fisura de la izquierda. 25 m más arriba un paso aéreo nos devuelve a la fisura original.


Os pongo el croquis con más detalle. Todos estos dibujos los hice allí mismo, al bajar de la cumbre y con el recuerdo de la vía todavía fresco. Como veis, ningún paso supera el V grado de dificultad.


El estilo de escalada en todas las vías que hicimos casi siempre era el mismo: diedros, fisuras, chimeneas, siempre oposición.


La roca es franca pero un poco esquistosa, de presas pequeñas. No se parece a la caliza, ni al granito, ni al conglomerado o a la arenisca, que son las rocas que conozco. Nunca he vuelto a encontrar roca de esa naturaleza.


En la antecima del Tehoulag Sur. José y Andrés, para no haber escalado nunca, lo hicieron bastante bien.


Después de escalar el Tezoulag y subir caminando a otras montañas nos dirigimos andando al cráter de un antiguo volcán que vimos no demasiado lejos, el Inmadouzene. Era perfectamente redondo, y el perímetro estaba formado por pequeñas agujas rocosas rematadas por extrañas pelotas de piedra en un equilibrio casi imposible. La pista que se ve en la base del volcán está hecha por los militares, como todas, y atraviesa las montañas en dirección hacia el este, a Libia.


Andrés se subió hasta lo alto de un pináculo rocoso al que llamamos "la cabeza del indio".


El esqueleto de un dromedario nos recuerda que estamos en un lugar donde la vida es muy difícil, y que sobrevivir allí, si nos quedáramos sin agua, sería casi imposible.


Las formaciones rocosas de este cráter son espectaculares. Andrés y José posando, tomando el sol sobre una roca.


Y por fin hemos subido a la cumbre más alta de todo el macizo: el Assekrem. Desde este lugar, donde se construyó su pequeña cueva el misionero francés padre Foucault para intentar evangelizar a los Touaregs, divisamos una panorámica fantástica del macizo al atardecer. En la caseta-cueva todavía vivían dos misioneros franceses, con los que estuvimos, y allí mismo mantenían una extraordinaria biblioteca sobre todos los aspectos de la vida en el desierto.  En el centro de la imagen, el Tehoulag Sur, la última cumbre que hemos escalado. Llevamos ya más de un mes desde que salimos de casa, y esa misma noche terminó la parte montañera de nuestro viaje- en el que la escalada sólo había sido una excusa para conocer el desierto-, pues una patrulla del ejército pasó por donde estábamos vivaqueando y nos requisó los pasaportes. Al día siguiente tuvimos que volver a Tamanrasset y pelear con un oficial para que nos los devolvieran, y después todavía quedaba la vuelta a casa en nuestra pequeña furgoneta, que se había portado como una campeona. El viaje duró mes y medio, desde principios de noviembre hasta más allá de medio diciembre, una experiencia espectacular que al año siguiente repetí, pero con otros compañeros.